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martes, 14 de septiembre de 2021

Crónica de la desolación I Parte

Abandoné la casa de mi hermana casi en silencio. Llegó un camión y con la ayuda de dos trabajadores cargamos una mesa, unas sillas, unas cajas de libros y mi cama. No me volvería a parar ahí nunca, no volvería a ver a mi hermana ni a mi cuñado jamás. Tenía la idea que gracias a las pastillas que me recetó el médico  la oscuridad de la depresión se iría desvaneciendo. Pero fue al contario, la oscuridad invadió  mi alma conforme pasaba el tiempo. La ansiedad se apoderó de mis modales y comencé a llegar tarde a clase, a perder los celulares y las llaves de casa. Tuve, cuando esto pasó, que llamar al cerrajero para que abriera con ganzúas los candados que protegían el departamento que alquilé muy cerca de la universidad. Pasaron los meses y salía a caminar por el barrio, conocí al mecánico, a su esposa que vende jugos y desayunos y a la familia de la esposa del  mecánico que hacen pan desde hace dos generaciones.  Comencé a charlar con el dueño de la tienda, Manuel, un rato cada vez. Hubo días en que la charla con Manuel era la única conversación que mantenía el día entero. Una mujer que fue mi pareja me había regalado un gatito, hablaba con el gato más que con cualquier persona. Por teléfono hablaba con mi madre que se esmeró en enlistar todo lo que había hecho mal desde que regresé de  los Estados Unidos con un doctorado bajo el brazo. Nadie en mi familia había logrado eso, dedicar su vida al estudio. Mi hermano era comerciante en Texas y mi hermana una nueva rica amargada y con muy malos modales. Mi madre administraba sus propiedades y recibe la pensión que el gobierno le da desde que murió mi padre hace más de cuarenta años.  

Más de cuarenta años, eso me recuerda al poema del Dámaso Alonso, en el que se pudre en este nicho desde hace más de cuarenta años. Este nicho es el mundo, donde no podrimos todos desde hace muchos años, donde somos muertos que caminan lenta o rápidamente al jardín que Dios abona con toda nuestra podredumbre. Dios debe ser un jardinero feliz en México donde hay tanta podredumbre, donde hay tantos muertos vivos y muertos que se mueren cada día y muertos asesinados y muertos ya olvidados, y muertos que caminan todos los días a trabajar y a intentar olvidar que están muertos.  

Los paseos por el barrio comenzaron a alargarse. Una tarde de domingo iba al mercado cuando vi a un joven deshaciendo con las manos una rama de marihuana. Me acerqué y le pregunté, es mota. Al principio se sorprendió pero me dijo que si y le pregunté que si por ahí vendían, aunque yo lo que  quería era cocaína. 

 









3 comentarios:

Arturo Aguilar dijo...

"Somos muertos que caminan lenta o rapidamente al jardín que Dios abona con toda pobredumbre". Podría ser el joven de al final facilmente, felicidades con el texto muy bueno.

Leon Guerrero dijo...

gracias, Arturo, y yo creo que usted es un joven con mucha vida por delante y muhos libros por leer y por escribir. Que las palabras comiencen a fluir, que volvamos a dialogar para distraer a Dios de su jardìn de podredumbre.

Sin Querer dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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